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sábado, 16 de diciembre de 2017

Triste historia del Cándido y la Cándida (¿?)



CREÍAMOS QUE LO HABÍAMOS visto y descubrimos que nada. La tecnología ha trastornado la cotidianidad de tantas maneras que lo inexplicable tiene respuesta y lo simple ha devenido acertijo a veces insoluble. Ha intervenido en las relaciones humanas con fuerza devastadora, y sin embargo nos ha acercado los unos a los otros quizás hasta peligrosamente. Igual une en el odio que en el amor, en los encuentros que en los desencuentros. Marcha atrás: ¿acaso no ha sido así desde que somos Caín, Abel, Eva y Adán?
Estos son Wilfa Soto, dominicana, y Glyn Thomas, británico, encumbrados a la celebridad por la garrocha del www, viral su drama de interpretación múltiple y que me ha hecho sentir más dominicano que nunca porque, digan lo que digan, en el ADN nacional hay rastros imborrables de virtudes que enaltecen. Se conocieron por internet, y por interés. Buscando una el resguardo económico que la tradición malamente aconseja a la mujer identificar en un hombre cuando las necesidades más perentorias o las ambicionas sanas o enfermas presionan. Buscando uno amor, compañía de la buena o satisfacción para apetitos exacerbados, cuyo remedio los estereotipos occidentales sitúan en el trópico mítico de féminas de temperatura sexual tan alta como el clima.
Thomas llegó tan pobre de espíritu y de recursos como vivía en un rincón galés del Reino Unido, en una vivienda de las que provee el Estado para impecunes y empecinado, como lo demuestra su perfil en Facebook hecho público por los medios, en desembarazarse de su soledad, indisposición anímica y suerte, en los brazos y caricias terapéuticas de una dominicana.
La pobreza y los enamoramientos no siempre congenian, amén de que los cuentos de hadas y los finales felices siempre han pertenecido al terreno de la ficción. Ya lo dijo el refrán, cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana. Cierto que el pobre en Gran Bretaña lo es menos en Cotuí o cualquier punto de la geografía dominicana, donde ese fenómeno posguerra tan europeo llamado Estado benefactor pertenece también a la ficción. La providencia pública británica, empero, viaja mal, como los vinos mediocres. Thomas no tenía ni para pagar el taxi, muy caro siempre, desde el aeropuerto; y Wilma, sueños y ambiciones incólumes aún, debió hacer los mil líos habituales para cubrir el transporte. Agotado todo su crédito financiero, la deuda mayor ha quedado consignada a su candidez y también torpeza por ver demasiadas telenovelas y creer que todo extranjero blanco y que habla otro idioma es rico, que alguien en su sano juicio va a cargar con cuatro hijos ajenos y una mujer de escasez en más de un apartado.
Los tabloides británicos de circulación millonaria han llevado y traído el caso tanto en sus ediciones impresas como digitales. Con tintes falsos en algunos puntos, pero con la atención que merece la historia y que ha puesto a sonar aun más el nombre de la República Dominicana en un contexto negativo por omisiones importantes. Por ellos hemos sabido del enojo de los padres de Thomas, de que le prestaron el dinero para el pasaje de ida a Santo Domingo, de que consideran al hijo como un “perdido”, de que ya no tendrá la vivienda pública donde vivía, de que está desempleado. Y de volver al hogar, le cerrarán la puerta y llamarán a la policía.
Ni tan atrasados somos, después de todo. En un campo de Cotuí hay acceso al internet y se manejan las redes sociales y herramientas que provee la tecnología. Se busca amor por vías digitales, y no son los únicos: un poco más del 50 por ciento de los jóvenes en los países desarrollados son usuarios de los sitios de cita por internet. La mitad de los bares de gais en Londres han cerrado, reemplazados como punto de encuentro por las redes. El camino es exactamente el mismo para encontrar conocimiento y enterarse de cómo marcha o retrocede el mundo, de lo que piensan de nosotros y de lo que pensamos de los otros.
Para mí la historia es otra y entronca con la bonhomía del dominicano, con su acendrado sentido de la hospitalidad que trasciende clases y condiciones materiales. La puerta de Wilfa permaneció abierta aun después de notar la levedad mental de Thomas al llegar del aeropuerto a la casa: a dos carrillos despachó una bolsa de pan humedecido con café. Le dio albergue en su entorno de pobreza y en esa tarea difícil se enrolaron los vecinos, tan cortos de finanzas como ella, pero solidarios como suele ser norma en nuestras comunidades rurales. En vez de adoptar la enojada actitud de los padres galeses, pidió públicamente ayuda a la embajada británica para que se ocupara de Thomas y, por razones abiertas a interpretaciones, colgó el vídeo que ha destapado el drama, advertencia a quienes como ellas se apoyan en la red informática para atrapar marido y emociones.
Cuando Thomas se tornó violento, acudió a los mecanismos legales para librarse de la pesadilla. Irreprochable el curso institucional, tan bueno o mejor que el símil británico. Tuvo abogado defensor y se dispuso a su favor una evaluación sicológica cuando un “¡tránquenlo!” pudo haber sido solución.
Consultar con un psiquiatra en Gran Bretaña a través del sistema público de salud (NHS por National Health System), la ruta obligada del pobre, conlleva hasta un año de espera. Búsquelo en internet. En cambio, Thomas, cuya indisposición psíquica de seguro no pasa de problemas conductuales, ha recibido ayuda en una sala especializada de un hospital dominicano y, por lo visto, se le ha diagnosticado correctamente. En buen dominicano, se trata de un pobre infeliz. El tratamiento ha sido gratuito, como las atenciones de los vecinos en Hato del Castillo. En su país, un turista dominicano, como cualquier otro de fuera de la Unión Europea, hubiese confrontado una situación diferente. De entrada, debería agenciarse un seguro de salud por el tiempo de su estadía. Y, por supuesto, haber comprado un pasaje con retorno asegurado.
En el caso de estos cándidos, no ha habido una abuela desalmada. Para ingresar al juego de parejas y solventar la soledad mediante la tecnología sobran los intermediarios, no así la prudencia que aconseja andarse con pies de plomo ante promesas fáciles y pretendidas fortunas. Algunas de las advertencias en el vídeo de Wilfa tienen validez, a pesar de que caerán en saco roto. Las reglas migratorias en Gran Bretaña, por ejemplo, descreen del amor a primera vista, y descartan de inmediato el móvil que se atribuye a Wilfa en las redes sociales de ese país: el pasaporte británico.
Aunque quisiera, Thomas incumple los requerimientos para obtener una fiancée visa. Un desarrapado, por británico que sea y enamorado que esté, jamás podría importar una novia. Necesita probar, y en esto las posibilidades de engaño son nulas, que cuenta con ingresos anuales millonarios si convertidos en pesos. Luego de un período de espera en que el amor puede florecer lo mismo que perecer, vienen la licencia para casarse y permiso de residencia permanente para la esposa, primer paso para el pasaporte. El internet contiene esas informaciones, no solo las ilusiones.
La realidad con que han tropezado algunos dominicanos importados por mujeres británicas para que les sirvan de amantes se adaptaría perfectamente a un guión cinematográfico, como comprobé en mis años de vida en Londres. La fábula del fuego sexual incesante en el Caribe carece de género, y pese a su falsedad se vende y compra como mercancía de fácil acceso.
Me quedo con la ingenuidad que es también pobreza, pero de la que dobla como virtud. En la casilla de lo exportable, porque de ello tenemos superávit, coloco la identificación con el desvalido, con un desgraciado como Glyn Thomas, a quien sus padres desprecian y al que los dominicanos le tendieron la mano.
Este es mi país, y lo celebro.
adecarod@aol.com

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